COLOMBIA, LA INSURRECCIÓN |
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Movilizaciones y marchas, pero sobre todo desafiantes y violentos bloqueos han orlado el paro general que continúa en Colombia. El mismo que convocaron las principales centrales de trabajadores y los grupos aliados de circunstancia -medio centenar aproximado- enquistados en la entidad de hecho, que integran el ya conocido Comité nacional de paro. Hubo demasiadas muertes en contraste con lo que se planteó en principio y se repitió hasta el cansancio como “manifestaciones pacíficas”. No fueron tales en su mayoría y aunque para varias de las cabezas de la organizaciones sindicales ese hubiese sido un pronóstico bien intencionado como fundamento de reales reclamos, fue todo lo contrario y resultó una suerte de ensayo de insurrección generalizada y de planteo subversivo también generalizado. Debe decirse con todas las letras y sin aprensiones: los impugnadores del Estado y del gobierno plantearon una dinámica de guerra, pero no necesariamente contra la dirigencia del país y sus instituciones, aunque también, sino contra la sociedad civil. El desmadre de la situación se ha prolongado por un mes largo y se mantiene, violentando los llamados a la cordura y a la posibilidad de protestar respetando los mínimos exigibles: la no vulneración de los derechos de los terceros, es decir, la mayoría que los desafiantes del estado de derecho suponen representar. El proceso de alteración del orden público se llevó además adelante desoyendo las advertencias de los especialistas en salud, tanto oficiales como privados, en el sentido de que las aglomeraciones ligadas con esas dinámicas movilizadoras constituían un atentado contra la salud pública. Eso último fue un estímulo al crimen colectivo, como lo muestran las estadísticas pero nada de esto fue argumento suficiente para el autofreno para los organizadores de las asonadas múltiples.
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Escribe: Néstor DÍAZ VIDELA
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Un cuadro poco amable para lo que venga en el inmediato futuro sobre el país que no logra aclimatar de manera visible una paz reclamada, si quiere salir adelante en un mundo en crisis y con un entorno cercano también vacilante y sin que por ahora se vislumbre una solución a variables grises agregadas. Una de ellas es la que muestra la pandemia aún en pleno desarrollo para la América de herencia española y lusitana. Hay cifras oficiales de fallecidos durante las jornadas de turbulencia y al parecer hay un número de desaparecidos más allá de lo tolerable. En el entretanto, el país víctima ha debido soportar las presiones y laceraciones simbólicas que dejan los señalamientos internacionales, incluidos los que se producen desde los Estados Unidos y Europa. Llegan en planteamientos con frecuencia abstrusos, los que suelen aparecer ligados por arrastre con quienes fomentan el caos en la base de la golpeada sociedad cafetera. Eso de la relación por arrastre puede entenderse a veces como un wishful thinking, porque por momentos también podría advertirse como un proceso conspirativo extenso, con componente internacional.
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Que lo ocurrido iba a suceder está fuera de toda duda. Los propios organizadores del proceso desestabilizante fueron los primeros en saberlo. El discurso para la galería de la dirigencia sindical quedó en eso, y el desarrollo de los acontecimientos “pacíficos” fue relativo más allá de las palabras tranquilizadoras. Se sabía desde hace tanto tiempo que las cúpulas sindicales lo tuvieron incluso tan claro como para impedir que se les saliese de las manos, como en efecto también sucedió. Ahora es tarde para lamentaciones y exhortaciones siempre pacifistas de dientes para afuera, con el fin de ganar en impunidad. En la suma, los operadores de la tragedia aún en desarrollo favorecieron el horizonte que se planteó desde su nacimiento el erosionado Foro de São Paulo: “...Colombia será el Ayacucho del siglo XXI...”. La torva esperanza sigue vigente para quienes desde la sombra mantienen la zozobra en potencia permanente y en eclosión de coyuntura, como se precipitó en mayo y sigue en este junio que avanza. Hubo algo más de medio centenar de muertos en esta larga dinámica de alteración y drama para la vida social colombiana. Pudieron ser muchos más y en la lista trágica hubo menores de edad en etapa de vida germinal. Entre esta lista de víctimas menores hubo al menos dos bebés.
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Demasiados caídos para el sentido común, en conjunto con el ataque a ambulancias e integrantes de misiones humanitarias, pero pocos para las aspiraciones de la subversión y la delincuencia que se encapuchó en las continuas jornadas críticas. Un solo muerto o desaparecido es suficiente en cualquier sociedad civilizada para poner en movimiento toda la institucionalidad dirigida a perseguir y poner a recaudo de la justicia a los culpables enmascarados, sean quienes sean. El mismo hecho trágico para el terrorismo tiene otro carácter. Quienes están comprometidos con el terror siguen lineamientos de pensamiento afines con el leninismo y la anarquía: “...mientras peor,...mejor”. Esa fue la consigna, impuesta por la guerrilla del Erp y también la de Montoneros en la Argentina, durante la sangrienta década de los años 70, para intentar a sangre y fuego el asalto al poder. Aquello no se hizo en tiempos de gobiernos militares sino durante la vigencia de autoridades democráticas, elegidas por voto popular. El trasfondo ideológico abreva en una dialéctica hegeliana sin mediaciones: el choque de opuestos en el cual uno de esos dos polos lógicos debe quedar subalternizado, aniquilado o sometido, y neutralizado por el polo contrario.
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No hay en esa dinámica terceros incluidos que propicien salidas superadoras del choque aniquilante, como lo es la negociación sin sordos y la búsqueda de alternativas diferentes a las de la violencia. Es una suerte de suma cero sin máximos y mínimos transables, como sí lo son los propios de otras variantes del neomarxismo, entre ellos el de Antonio Gramsci y su famoso “bloque histórico”, o la visión de Michel Foucault, quien plantea desde la teoría la posibilidad de meandros y porosidad para la construcción de poder entre quienes disputan desde diferentes orillas. El extremismo no acepta términos alternativos, es una confrontación a perder o ganar todo, lo cual propicia el aludido borrado del otro. Esa visión es lo que en lo histórico hicieron las Farc, en su momento, con su criminalidad sin reversa, aun cuando tuviesen un discurso conciliatorio en la superficie. Ello como parte de la “combinación de las formas de lucha”, también de cuño leninista. No ha sido lo único en lo ocurrido durante el desarrollo de este proceso pre insurreccional que vive Colombia y sufre sobre todo la población en general, la que trabaja y estudia. La que reclama, es cierto, pero no es idiota útil manipulable por lo que se mueve bajo la superficie.
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Porque el idiota útil es el reaseguro de la visión y concepción leninista, en situación, sumada a las demás ya reseñadas. Mala noticia para los organizadores de este paro sin fin que golpea a Colombia: los bloqueos de carreteras y calles con el asedio consecuente a la población civil conforman el crimen de guerra condenado por el Estatuto de Roma *, correspondiente al Tribunal Penal Internacional de La Haya. Deben saber estos orondos orientadores de la desinstitucionalización, que están en capilla para quedar judicializados en un eventual tribunal internacional por crímenes de lesa humanidad contra los civiles. También la Constitución colombiana desconoce el bloqueo y asedio a la población como recurso de reclamo válido. Eso al revés de lo que declaró en público uno de los sujetos organizadores del caos, en uno de los momentos más álgidos del asedio coercitivo a las ciudades, un tal Francisco Maltés, al señalar que la interrupción al libre tránsito y movilidad de la ciudadanía con la amenaza del hambre era “legítima”. El dislate no puede pasar inadvertido para quienes tienen la misión de preservar el cumplimiento de la ley y el reclamo dentro de límites legales, cuando este reclamo es justo (aresprensa).
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